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Jueves 22 de Agosto de 2013 08:33

Cuentos que hay que leer antes de crecer

Escritores, músicos, humoristas y expertos en literatura infantil cuentan qué libros marcaron su niñez.

Clarín convocó a diez expertos vinculados al mundo de la literatura, el humor y la música infantil para que desempolvaran los libros que atravesaron sus infancias. Entre sus páginas, cuentan, se sintieron libres, vivieron aventuras fantásticas y crecieron.

Fernando Sendra, humorista gráfico, autor de “Yo Matías”
Les quiero recomendar un maravilloso libro de cuentos que descubrí en el curso de alguna de esas enfermedades eruptivas que nos metían durante diez días en la cama. Los “ Cuentos de la Alhambra ”, de Washington Irving. Quedé fascinado por su relato cálido, su ambientación de una época remota para mí pero pletórica de sentimientos de poder, odio, venganza, amor y fantasía. Todo lo que recuerdo ocurre en un clima donde siempre queda abierto un lugar para lo irreal, pero administrado con tal sutileza, decencia y encanto que aunque no sea creíble, es deseable, y uno termina rindiéndose a la fantasía.

Pipo Pescador, cantautor, precursor del género infantil
El libro de Otero Despasan, Narraciones Mitológicas, conmovió mi niñez. Las acciones caprichosas y mágicas de los dioses, que eran como chicos traviesos que transgredían las leyes naturales a su antojo y cumplían sus deseos sin límites, ponían a mil mi cabecita loca. Lo recomiendo.

Isol, ilustradora y autora de libros para niños
Me marcaron mucho los Cuentos de Polidoro , editados en 1967, que leí hasta 3° grado. Eran cuentos de todo el mundo, leyendas, mitos para chicos y estaban ilustrados por Sábat, Ayax Barnes, Napoleón y Grillo de una manera muy libre, con una calidad plástica superlativa. Mis viejos los compraron usados y yo todavía los guardo como un tesoro. Pero a mi hijo Antón, que tiene un 1 año y medio, le leo desde muy chiquito los libros de Eric Carle: uno que se llama The very quiet cricket y otro que le encanta y se llama “ Uno, dos, tres, ¿qué ves?”, de Nadia Budde.

Juan Sasturain, escritor, guionista, trabajó en la revista Billiken
Siendo bien chico, el primer relato que (literalmente) me encantó, no lo leí en un libro sino en una modesta revista de historietas que desde los 6 años compraba semanalmente: “ El Pato Donald ”, de Editorial Abril. Era –y es– una aventura del Tío Patilludo con Donald y sus tres sobrinos en la que descubren buscando una moneda en el mar, La Atlántida. Salió en 1954 en entregas y es una obra maestra de sutileza, inventiva e inteligencia. Claro, con el tiempo supimos que detrás del increíble tío avaro de origen dickensiano y sus aventuras, había un creador excepcional, Carl Barks, que jamás firmó una de las miles de páginas que inventó. Búsquenlo y me cuentan. Yo lo tengo, en inglés y castellano. Y cada tanto lo vuelvo a leer. Grande, viejo Barks.

Adriana Szusterman, maestra, y alma de “Cantando con Adriana”
El libro “ Cuentopos de Gulubú ”, de María Elena Walsh, es uno de los que marcó más mi vida y mi profesión de maestra jardinera. Su magia es eterna y moldeó un poco toda mi vida. Mi preferido es “Historia del domingo 7”, que trata sobre dos chicos que viven una aventura de brujas en el bosque de Gulubú. Además de habérselo leído a mis hijos cientos de veces, lo recomiendo también para uno y así, relajarse y divertirse un rato.

Eduardo Sacheri, escritor y co-guionista de Metegol
Uno de los libros que más me marco en la niñez fue “ La vuelta al mundo en ochenta días ”, de Julio Verne. Entre Verne y Salgari, en realidad, se las ingeniaron para llenarme la infancia de aventuras. Pero “La vuelta al mundo”, en particular, me encantó. Empezando por el misterioso Phileas Fogg, su contenida determinación, el modo en que se enamora, la relación con Passepartout. El giro del final, cuando todo parece definitivamente perdido y lo salva una cuestión de meridianos. Una joya de imaginación y de maestría para narrar.

Susana Itzcovich, investigadora sobre literatura infantil y juvenil
Elijo “ El tesoro de la juventud ”, 20 tomos dentro de los cuales estaba “El libro de los por qué”, con los que me fui enterando sobre esas cosas que no comprendía. Así supe por qué se formaban las nubes, cómo era la Tierra antes de ser como es ahora. Tenía 10 años, ahora tengo 73 y jamás me olvidé de lo que aprendí.

Pablo De Santis, escritor, autor de “El juego del laberinto”
A los 13 años caí en cama con hepatitis. Entonces un amigo de mi padre me hizo llegar los tres tomos de “ El corazón de piedra verde ”, de Salvador de Madariaga. Devoré aquella epopeya sobre la conquista de México con una pasión que pocos libros despertaron en mi vida. Durante días no hice más que leer aquel libro infinito, abarrotado de hazañas sangrientas. De su autor, no sabía nada ni me importaba; a esa edad los libros se escriben solos, son como las piedras o los árboles. Jamás vi una nota dedicada a su nombre; cómo se ha seguido leyendo su obra es un misterio. Tal vez haya un club secreto de lectores de Madariaga que hacen llegar sus libros sólo a pacientes con hepatitis, para tener la certeza de que el tiempo de cama y el largo del libro se corresponden.

Pablo Medina, presidente de la Asociación civil “La nube”
Me fascinaba la poesía para niños de José Sebastián Tallón. Se los recomiendo: se llama “ Las torres de Nuremberg ” y son canciones y poesías para niños de 1927. Son de los mejores junto con El gallo pinto , de Villafañe, y la poética de María Elena Walsh. Me fascinaba el ritmo de las palabras, el juego, la forma de vertebrar los versos, de darles un sentido dulce y atrapante. Ya de grande los conseguí y hoy atesoro aquellas primeras ediciones entre los 20.000 libros infantiles de la biblioteca de La Nube.

Cecilia Blanco, autora y editora de libros infantiles
El clásico preferido de mi infancia fue Dailan Kifki , de María Elena Walsh. Me fascinaba la historia de esa chica –que no era una niña– y ese elefante buenazo que le gustaba la sopa de avena, con los maravillosos dibujos de Vilar. Lo curioso es que nunca tuve el libro, lo sacaba de la biblioteca de la escuela. Cuando mis hijos tenían entre 5 y 7 años, sentí la necesidad de leérselos: fue como mostrarles un juguete querido.

Fuente: Clarín